Es una escena habitual en muchas casas: el niño que se sube al sofá, que salta, gira, corre, se cae, se vuelve a levantar. Mientras tanto, los adultos –agotados, preocupados o incluso frustrados– se preguntan: “¿Por qué no para quieto? ¿Es normal tanta energía? ¿Debería preocuparme?”
Desde la mirada de la psicomotricidad, esa inquietud no solo es comprensible, sino que es esperada y, en muchos casos, necesaria. El cuerpo en movimiento no es solo músculo y acción: es también emoción, pensamiento y relación. Los niños y niñas no solo se expresan con palabras. De hecho, mucho antes de hablar, ya se comunican a través de su cuerpo: cuando se acurrucan buscando contención, cuando empujan para marcar un límite, cuando saltan de alegría o se tiran al suelo en una pataleta. En la infancia, el movimiento es una forma natural y esencial de estar en el mundo. A través de él, los pequeños exploran, prueban, se afirman, se relacionan. Por eso, un niño que se mueve mucho no necesariamente está “hiperactivo” ni “fuera de control”. Tal vez simplemente está expresando una necesidad.
Una de las grandes confusiones actuales es pensar que todo niño inquieto tiene un problema que necesita ser diagnosticado. Si bien existen casos que requieren una mirada profesional específica, como el TDAH, no todo movimiento es patológico. La psicomotricidad nos invita a comprender el cuerpo como territorio de expresión: si un niño se mueve mucho, tal vez está buscando regular una emoción, procesar una experiencia o simplemente liberar energía acumulada. Vivimos en un mundo que muchas veces les exige estar quietos, atentos, silenciosos… pero su cuerpo aún no está preparado para esa contención constante.
No se trata de “controlar” el cuerpo del niño, sino de escucharlo, acompañarlo y, cuando es necesario, sostenerlo con límites claros pero afectivos. ¿Qué podemos hacer las familias? Ofrecer espacios para moverse libremente, valorar el movimiento como parte del desarrollo y no como una molestia a corregir, observar con atención sin juzgar –preguntándonos cuándo se mueve más, si hay alguna emoción detrás, qué busca con ese movimiento– y estar presentes, con la palabra y con el cuerpo, creando juegos de descarga, dando contención.
Entender al niño desde su cuerpo y no solo desde su conducta nos permite cambiar la pregunta. En lugar de “¿por qué no para quieto?”, podemos preguntarnos: “¿qué me está queriendo decir con su cuerpo?” La psicomotricidad nos recuerda que la educación no empieza en la cabeza, sino en el cuerpo. Y que tal vez, si nos animamos a mirar con más empatía y menos apuro, ese movimiento que tanto nos desconcierta se convierta en una puerta para comprender mejor a nuestros hijos.

